Hace ya dos semanas que volví de China y tengo la extraña sensación de que fue hace mucho tiempo, meses e incluso años. No encontraba el momento de reflexionar qué han significado para mi estos 16 días fuera de casa. Sin duda ha sido una experiencia muy intensa, casi diría que demasiado. El choque de civilizaciones ha sido brutal, pero me ha enseñado muchas cosas. Intentaré seguir un orden cronológico.
Tras cuatro horas de avión hasta Estambul, siete horas de escala jugando a las cartas con chinas en el aeropuerto de Ataturk y otras nueve horas de avión por fin llegué a la República Popular. Mi primera impresión fue clara y se refleja en la pregunta que nos hicimos todos los pasajeros conforme nos íbamos aproximando a la capital china: ¿eso es niebla o es contaminación? porque después de sobrevolar el hermoso e inmenso desierto del Gobi nos introdujimos en una nube grisácea que no nos abandonó hasta que cogimos el tren hasta Xian. Bajar del avión fue toparme con un mundo completamente nuevo, envuelto por una bruma de aire seco y tóxico a 40 grados de temperatura, creo que no hace falta decir más sobre el clima de Pekín, excepto que aunque no lo parezca no es el peor de China.
Mi amigo y yo llegamos a Pekín desde un avión diferente cada uno. Yo hice escala en Estambul, él en París. Estuve una hora perdido en el aeropuerto buscándolo hasta que lo encontré con otros dos hombres. Salimos a la calle y tuve mi primer gran impacto con la cultura china: el tráfico. Mi amigo Zou me dijo que en China no había normas de tráficos, los pasos de cebra inexistentes, por supuesto; el automóvil, prioridad absoluta al parecer. Aquello era un caos, tardé mucho en acostumbrarme para ser sincero. Me atemorizaba cruzar la calle y varias veces me enfadé con los conductores. Una vez viniendo de ver la Gran Muralla a un coche le dio por darse la vuelta en mitad de la carretera y tuvo (por sus santos cojones) el tráfico detenido durante quince minutos (bueno quizás menos, pero me tocó mucho las pelotas esa actitud de ahora me doy la vuelta porque me da la gana) y otra vez cuando cogiendo un "taxi" (taxi = chino en bicicleta) fuimos en contradirección entre los coches. Otra de las muchas manías de los chinos es escupir. Escupir, pederse y eructar, sea donde sea, sea quién sea. Da igual si estás en un coche, en la estación de tren o, por supuesto, en un bar al aire libre, aunque esta sea una pudiente señorita seguro que escupirá y eructará. Y luego serás tu el maleducado por beberte la cerveza del botellín y pelar las gambas con la mano.
Nos alojamos en casa de sus tíos, cerca de la estación de Dahongmen, en el sur de la ciudad. Si ya cuando vine de Madrid sentí que Valencia era un pueblo grande, al volver de Pekín sentí que esto no es más que un pueblo. Pero ahora he llegado a la conclusión que quizás no sea China el mejor lugar para comparar, no es que Valencia se muy pequeña, es que Pekín es gigantesca a un tamaño desorbitado. Su tío nos llevó a cenar a un "bar" al aire libre con sus amigos donde hacían la comida en la calle, al lado de un mercado donde la fruta estaba en el suelo y un grupo de señoras mayores bailando al unísono. La comida estaba buenísima, al igual que la cerveza, la cual no se debe beber de botellín según los chinos. Acabé cansadísimo, ni siquiera me di cuenta de que la cama no era más que una tabla de madera con una esterilla de bambú, pero tenía tanto sueño que me supo como si hubiese sido una cama de agua.
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