HIKIKOMORI
Fue
un 20 de marzo el día en que decidí que no volvería a salir de mi habitación.
No fue una decisión espontánea, pero tampoco fruto de un largo proceso de
meditación. Simplemente determiné que yo no estaba hecho para aquella sociedad,
o quizás aquella sociedad no estaba hecha para mí.
Apagué
el despertador y cerré la puerta con pestillo para después sentarme en
silencio, con las piernas cruzadas sobre la cama. Si se me pregunta qué pensaba
o qué ideas o miedos rondaban por mi cabeza en aquel preciso momento, si he de
responder con franqueza, admito que ninguna. Mi mente permaneció en blanco
durante aquellas primeras horas de reclusión. No fue hasta que me rugieron las
tripas suplicándome alimento que me di cuenta de lo difícil que me iba a
resultar.
Sin
embargo, allí estaba seguro. Encerrado en aquella habitación era feliz, nadie
podía hacerme daño. No quería ir al instituto, no quería ver a mis compañeros a
los que detestaba desde lo más profundo de mi alma, no quería ver a mis
profesores prisioneros de un trabajo que detestaban, no quería ver a mis
padres, decadentes y mediocres; en el más puro sentido de la palabra.
Aquella
sociedad me atemorizaba. Yo no era bueno, o por lo menos no tan bueno como se
esperaba de mí. Sabía que me había convertido en una vergüenza para mis
familiares. Sacaba malas notas, no tenía amigos, era pésimo en los deportes e
incapaz de mirar directamente a los ojos a una chica. Mis días transcurrían
monótonos, grises y apáticos. Mis tardes se resumían en ver animes, masturbarme
y jugar al LOL.
Cuando
mi madre llegó de trabajar, me llamó gritando. Yo no respondí. Se acercó a la
puerta de mi habitación y al comprobar que esta estaba atrancada me preguntó si
estaba enfermo y, si por ello, no había ido al instituto. Yo respondí con un
seco “no”, un “no” que connotaba muchas otras cosas más allá de la mera
negación.
Me
preguntó si quería que me trajese algo de comer y esta vez respondí que “sí”,
pero que no entrase, que se limitase a dejar la comida delante de la puerta; ya
la cogería yo cuando me viese con necesidad de comer. Tardé una hora en
sucumbir a los deseos de mi estómago.
Encendí
el ordenador y empecé a jugar. Las horas pasaron volando hasta que la puerta de
mi habitación volvió a ser golpeada, esta vez por mi padre. Me preguntó qué me
pasaba, y me amenazó diciendo que si no salía iba a tumbar la puerta abajo. Yo
no hice mucho caso a sus advertencias. Mi padre era un pusilánime y estaba
seguro que no iba a culminar ninguna de ellas.
Seguí
absorto por la pantalla otro par de horas, hasta que fui víctima de nuevo de
los caprichos de mi organismo, esta vez de mi intestino. Me vi atrapado en la
tesitura de tener que eludir mi pudor y defecar en la papelera si no quería
abandonar mi refugio. Una vez terminé de hacer mis necesidades, envolví mis
heces en papel y las guardé en el armario.
Mi
madre volvió a traerme la comida alrededor de la media noche. Yo había estado
escuchando como discutía a viva voz con mi padre aquella misma tarde así que,
cuando abrí la puerta y me la encontré allí, supe que no había venido con
actitud beligerante. Exclamó que allí dentro olía fatal, acompañado de un “qué
estás haciendo”. Yo me limité a coger el plato de sopa de sus manos y volver a
cerrar la puerta tras de mí.
Los
días fueron pasando y yo llegué a acostumbrarme a aquella nueva rutina que
acabó desvariando, de tal manera, que acabé por sufrir un desfase total con el
mundo exterior. Vivía de noche y dormía de día, me alimentaba cuando quería,
cuando abría mi puerta y cogía los platos con comida que mi madre depositaba, a
la par que yo me desprendía de los del día anterior.
Mi
padre trataba de imponerse, pero no le dio ningún resultado. Cuando le prohibió
a mi madre alimentarme para así obligarme a salir de mi habitación, yo me
mantuve estoico ante sus envistes y aguanté hasta cuatro días de ayuno. Mi
madre, presa de la preocupación, cedió y volvió a dejar un plato de comida frente
al umbral de mi puerta.
Mi
retiro social acabó afectando al matrimonio de mis padres que, tras una gran
discusión, derivó en que mi padre abandonó el domicilio familiar. Nos
encontrábamos entonces iniciando el mes de mayo.
Siendo
sincero, yo sentí un gran alivio. Como si su marcha significase que a partir de
entonces no encontraría detractores que se opusieran a mi aislamiento. Pensaba
que también había liberado a mis padres de la pesada carga de mi existencia, ya
nos les defraudaría cada vez que llevase el boletín de notas a casa o que se
enterasen que algún compañero había celebrado una multitudinaria fiesta a la
cual yo no había sido invitado. Paulatinamente dejaría de ser su hijo, para
convertirme en el plato de comida que mi madre debía depositar dos veces al día
delante de la puerta al final del pasillo.
Oficialmente, yo no me hallaba allí. Me explico. De vez en cuando venía alguna visita
inoportuna a mi casa. Recuerdo una en especial. Tocaron al timbre y mi madre
abrió la puerta tras unos segundos de titubeo. Era la inconfundible voz
estridente de mi tía, que había venido alarmada por el distanciamiento que mis
padres y yo habíamos tenido con el resto de la familia. Mi madre le reveló que
se había separado, a lo que mi tía respondió con condolencias; pero, a la hora
de hablar de mí, escuché como mi madre le decía que me habían enviado a
estudiar a un internado en Irlanda. La mentira salió de su boca sin titubeos,
como si ya me hubiese encubierto anteriormente en múltiples ocasiones. Y mi madre
siguió charlando sobre campeonatos de hurling
y clases de equitación, durante media hora; daba la sensación de que había ya
contado tantas veces aquella trola que hasta su mente había logrado
interiorizarla. Por lo menos de cara a las visitas, que con el tiempo fueron
disminuyendo en número.
Cuando
mi armario se llenó de excrementos tuve que tomar una drástica decisión. Me
puse las gafas de sol, levanté las persianas poco a poco para evitar así
cegarme, abrí la ventana y lancé a la calle todos los malolientes revoltijos de
papel. Acto seguido y con la adrenalina recorriendo mis venas como hacía mucho
que no la sentía, volví a mi clausura del mundo, sintiendo que aquella pequeña
ruptura de mi plácida rutina había supuesto demasiadas emociones para mí. Me
había recordado que había un mundo más allá de esas cuatro paredes repletas de
gotelé un mundo caótico y amenazante para el cual yo no estaba hecho.
Poco
a poco, lo que antaño fueron mis pasatiempos se convirtieron en, simplemente,
mi vida. Me levantaba, comía, jugaba al LOL, escuchaba en bucle la discografía
completa de Michael Jackson, comía otra vez, me masturbaba, volvía a jugar al
LOL y me iba a dormir. Así día tras día, hasta que perdí por completo la noción
del tiempo.
No
puedo poner fecha de cuánto tiempo permanecí a partir de entonces enclaustrado,
sinceramente, no sé el tiempo que pasó. Solo sé que de repente dejaron de
llegar platos de comida. Al principio pensé que era otra rabieta de mi madre,
otro absurdo pulso que acabaría con un nuevo plato de lágrimas disueltas en
sopa de fideos. Pero esta vez no fue así. Y me alteré. Pasaron los días y me
alteré más, mi estómago rugía y me sentía desorientado y abatido. Me quedé
mirando fijamente a la puerta, aterrado por tener que enfrentarse a otra nueva
vergüenza. Tras más de una semana en ayunas, había sucumbido al chantaje de mi
madre.
Abrí
la puerta intoxicado por una amarga amalgama de rabia y miedo. Caminé en
dirección a la cocina tambaleándome por el hambre, la luz estaba encendida.
Salté sobre la nevera como un guepardo sobre una gacela, devoré el queso y las
lonchas de chope, y derramé sobre mi boca la leche directamente desde el
tetrabrik.
Una
vez saciada mi primaria necesidad, me percaté del fétido hedor de la cocina.
Sobre la pila repleta de sangre seca yacía mi madre, con un largo y profundo tajo a lo largo del
antebrazo. El cuchillo apenas se hallaba a un metro de mis pies. Me quedé
mirándola fijamente durante treinta segundos mientras me seguía llevando
lonchas de chope a la boca. Cuando estas se hubieron terminado volví a mi
habitación, apagué las luces y me recluí en un rincón.
Cerré
los ojos y entonces, lo vi todo claro.
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Muchas gracias a todos los que me ayudaron en el proceso de escritura, leyéndoselo, opinando y corrigiéndolo. Gracias en especial a Blanca Morcillo por haber ejercido altruistamente de correctora ortográfica y de estilo.
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