jueves, 31 de diciembre de 2015

Mi momento más mágico de 2015

Si tuviese que destacar un momento de 2015, me resultaría imposible. Abriendo el baúl de los recuerdos, rememorando instantes inmortalizados en fotos del facebook, me encuentro a mi mismo admitiendo que este año no ha habido ningún par de segundos capaces de simbolizar, a grosso modo, lo que estos 365 días han significado para mi. Porque este año no ha habido grandes viajes y, sin embargo, siento que ha resultado una dulce travesía hacía el crecimiento.

Y es que este 2015 sabe a muchísimas cosas: sabe a una noche de verano en un bar del Cedro admitiendo que a pesar de ser muy jóvenes hemos conocido a amarillos que han cambiado nuestras vidas por completo, sabe a todos los montaditos que hemos compartido después de ir a estudiar a la Petxina, sabe a la comida del Felisano siendo testigo de una mitiquísima fotografía, sabe a la arena de una plaza de toros puesta en pie para un concierto, sabe a la linea 7 del metro de Madrid y a la 8 del de Barcelona, sabe a un pueblo del Vinalopó que hasta hace un año ni conocía y ahora ronda todos los días por mis pensamientos, sabe a una rapada, sabe a las aguas del río Ebro reflejando la imponente basílica del Pilar, sabe a llevar en brazos a una amiga hasta su cama y ser consciente de que pase lo que pase vuestra amistad será para siempre, sabe a nudibranquios, sabe a tardes de teatro, sabe a votar por primera vez y sentirte parte de un cambio, sabe a la Sagrada Familia alzándose a través de la calle Marina y a las galletas que allí me comí, sabe a la sonrisa que me saca Manel cada vez que escucho "...el meu dit resseguint-li la columna vertebral...", sabe a cenar en el Moraito para perderse después por entre las calles de Carmen...

En fin sabe a esto y a muchas cosas más, muchas gracias a todos los que habéis hecho de este 2015 un año delicioso.



jueves, 17 de diciembre de 2015

HIKIKOMORI ひきこもり(relato ganador del concurso de narrativa breve de la ETSID 2015)

HIKIKOMORI
ひきこもり

 


Fue un 20 de marzo el día en que decidí que no volvería a salir de mi habitación. No fue una decisión espontánea, pero tampoco fruto de un largo proceso de meditación. Simplemente determiné que yo no estaba hecho para aquella sociedad, o quizás aquella sociedad no estaba hecha para mí.
Apagué el despertador y cerré la puerta con pestillo para después sentarme en silencio, con las piernas cruzadas sobre la cama. Si se me pregunta qué pensaba o qué ideas o miedos rondaban por mi cabeza en aquel preciso momento, si he de responder con franqueza, admito que ninguna. Mi mente permaneció en blanco durante aquellas primeras horas de reclusión. No fue hasta que me rugieron las tripas suplicándome alimento que me di cuenta de lo difícil que me iba a resultar.
Sin embargo, allí estaba seguro. Encerrado en aquella habitación era feliz, nadie podía hacerme daño. No quería ir al instituto, no quería ver a mis compañeros a los que detestaba desde lo más profundo de mi alma, no quería ver a mis profesores prisioneros de un trabajo que detestaban, no quería ver a mis padres, decadentes y mediocres; en el más puro sentido de la palabra.
Aquella sociedad me atemorizaba. Yo no era bueno, o por lo menos no tan bueno como se esperaba de mí. Sabía que me había convertido en una vergüenza para mis familiares. Sacaba malas notas, no tenía amigos, era pésimo en los deportes e incapaz de mirar directamente a los ojos a una chica. Mis días transcurrían monótonos, grises y apáticos. Mis tardes se resumían en ver animes, masturbarme y jugar al LOL.
Cuando mi madre llegó de trabajar, me llamó gritando. Yo no respondí. Se acercó a la puerta de mi habitación y al comprobar que esta estaba atrancada me preguntó si estaba enfermo y, si por ello, no había ido al instituto. Yo respondí con un seco “no”, un “no” que connotaba muchas otras cosas más allá de la mera negación.
Me preguntó si quería que me trajese algo de comer y esta vez respondí que “sí”, pero que no entrase, que se limitase a dejar la comida delante de la puerta; ya la cogería yo cuando me viese con necesidad de comer. Tardé una hora en sucumbir a los deseos de mi estómago.
Encendí el ordenador y empecé a jugar. Las horas pasaron volando hasta que la puerta de mi habitación volvió a ser golpeada, esta vez por mi padre. Me preguntó qué me pasaba, y me amenazó diciendo que si no salía iba a tumbar la puerta abajo. Yo no hice mucho caso a sus advertencias. Mi padre era un pusilánime y estaba seguro que no iba a culminar ninguna de ellas.
Seguí absorto por la pantalla otro par de horas, hasta que fui víctima de nuevo de los caprichos de mi organismo, esta vez de mi intestino. Me vi atrapado en la tesitura de tener que eludir mi pudor y defecar en la papelera si no quería abandonar mi refugio. Una vez terminé de hacer mis necesidades, envolví mis heces en papel y las guardé en el armario.
Mi madre volvió a traerme la comida alrededor de la media noche. Yo había estado escuchando como discutía a viva voz con mi padre aquella misma tarde así que, cuando abrí la puerta y me la encontré allí, supe que no había venido con actitud beligerante. Exclamó que allí dentro olía fatal, acompañado de un “qué estás haciendo”. Yo me limité a coger el plato de sopa de sus manos y volver a cerrar la puerta tras de mí.
Los días fueron pasando y yo llegué a acostumbrarme a aquella nueva rutina que acabó desvariando, de tal manera, que acabé por sufrir un desfase total con el mundo exterior. Vivía de noche y dormía de día, me alimentaba cuando quería, cuando abría mi puerta y cogía los platos con comida que mi madre depositaba, a la par que yo me desprendía de los del día anterior.
Mi padre trataba de imponerse, pero no le dio ningún resultado. Cuando le prohibió a mi madre alimentarme para así obligarme a salir de mi habitación, yo me mantuve estoico ante sus envistes y aguanté hasta cuatro días de ayuno. Mi madre, presa de la preocupación, cedió y volvió a dejar un plato de comida frente al umbral de mi puerta.
Mi retiro social acabó afectando al matrimonio de mis padres que, tras una gran discusión, derivó en que mi padre abandonó el domicilio familiar. Nos encontrábamos entonces iniciando el mes de mayo.
Siendo sincero, yo sentí un gran alivio. Como si su marcha significase que a partir de entonces no encontraría detractores que se opusieran a mi aislamiento. Pensaba que también había liberado a mis padres de la pesada carga de mi existencia, ya nos les defraudaría cada vez que llevase el boletín de notas a casa o que se enterasen que algún compañero había celebrado una multitudinaria fiesta a la cual yo no había sido invitado. Paulatinamente dejaría de ser su hijo, para convertirme en el plato de comida que mi madre debía depositar dos veces al día delante de la puerta al final del pasillo.
Oficialmente, yo no me hallaba allí. Me explico. De vez en cuando venía alguna visita inoportuna a mi casa. Recuerdo una en especial. Tocaron al timbre y mi madre abrió la puerta tras unos segundos de titubeo. Era la inconfundible voz estridente de mi tía, que había venido alarmada por el distanciamiento que mis padres y yo habíamos tenido con el resto de la familia. Mi madre le reveló que se había separado, a lo que mi tía respondió con condolencias; pero, a la hora de hablar de mí, escuché como mi madre le decía que me habían enviado a estudiar a un internado en Irlanda. La mentira salió de su boca sin titubeos, como si ya me hubiese encubierto anteriormente en múltiples ocasiones. Y mi madre siguió charlando sobre campeonatos de hurling y clases de equitación, durante media hora; daba la sensación de que había ya contado tantas veces aquella trola que hasta su mente había logrado interiorizarla. Por lo menos de cara a las visitas, que con el tiempo fueron disminuyendo en número. 
Cuando mi armario se llenó de excrementos tuve que tomar una drástica decisión. Me puse las gafas de sol, levanté las persianas poco a poco para evitar así cegarme, abrí la ventana y lancé a la calle todos los malolientes revoltijos de papel. Acto seguido y con la adrenalina recorriendo mis venas como hacía mucho que no la sentía, volví a mi clausura del mundo, sintiendo que aquella pequeña ruptura de mi plácida rutina había supuesto demasiadas emociones para mí. Me había recordado que había un mundo más allá de esas cuatro paredes repletas de gotelé un mundo caótico y amenazante para el cual yo no estaba hecho.
Poco a poco, lo que antaño fueron mis pasatiempos se convirtieron en, simplemente, mi vida. Me levantaba, comía, jugaba al LOL, escuchaba en bucle la discografía completa de Michael Jackson, comía otra vez, me masturbaba, volvía a jugar al LOL y me iba a dormir. Así día tras día, hasta que perdí por completo la noción del tiempo.
No puedo poner fecha de cuánto tiempo permanecí a partir de entonces enclaustrado, sinceramente, no sé el tiempo que pasó. Solo sé que de repente dejaron de llegar platos de comida. Al principio pensé que era otra rabieta de mi madre, otro absurdo pulso que acabaría con un nuevo plato de lágrimas disueltas en sopa de fideos. Pero esta vez no fue así. Y me alteré. Pasaron los días y me alteré más, mi estómago rugía y me sentía desorientado y abatido. Me quedé mirando fijamente a la puerta, aterrado por tener que enfrentarse a otra nueva vergüenza. Tras más de una semana en ayunas, había sucumbido al chantaje de mi madre.
Abrí la puerta intoxicado por una amarga amalgama de rabia y miedo. Caminé en dirección a la cocina tambaleándome por el hambre, la luz estaba encendida. Salté sobre la nevera como un guepardo sobre una gacela, devoré el queso y las lonchas de chope, y derramé sobre mi boca la leche directamente desde el tetrabrik.
Una vez saciada mi primaria necesidad, me percaté del fétido hedor de la cocina. Sobre la pila repleta de sangre seca yacía mi madre,  con un largo y profundo tajo a lo largo del antebrazo. El cuchillo apenas se hallaba a un metro de mis pies. Me quedé mirándola fijamente durante treinta segundos mientras me seguía llevando lonchas de chope a la boca. Cuando estas se hubieron terminado volví a mi habitación, apagué las luces y me recluí en un rincón.

Cerré los ojos y entonces, lo vi todo claro. 

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Muchas gracias a todos los que me ayudaron en el proceso de escritura, leyéndoselo, opinando y corrigiéndolo. Gracias en especial a Blanca Morcillo por haber ejercido altruistamente de correctora ortográfica y de estilo.